domingo, 21 de septiembre de 2008

"Autopista 3" por Ladrón de Guevara

Una autopista sería un proyecto interesante de realizar. En medio de los campos de avispas, sería como cruzar un pequeño jardín selvático en medio de mis piernas. Un poco difícil, de cualquier manera, canalizar correctamente las fluyentes de mi soledad. Mi abandono a mí mismo, la palpitación vibrante, caliente del sudario que no se resiste a sangrar una vez más las heridas de los mártires malditos. Y nosotros somos ellos, los ángeles atormentados, las sirenas errantes de los alabastros cubiertos con mierda de gaviotas.
Fue un día martes, creo. Tal vez un día jueves, pero sin duda fue un día de esa semana asolada por la fuga del espíritu impropio de las cosas....el olor del café, la persistencia del tabaco, el rastro de piel que siempre dejaba ella en la cama, antes de ir corriendo a esconderse de los delirios de su proeza impía. No había tal cosa como la felicidad. Un día, los insectos que le hacían corte en cada paso se sublevaron al zumbido de su respiración. No pudo con ellos, ni con sus frágiles alas de suspiro, tan destrozables como los rompeolas de mi memoria.
Las tardes de los días de ocio eran para crear palabras. Palabras que no tenían uso, palabras que nadie necesitaba, y que sólo aludían a la felicidad estúpida que nunca iba a tener tan sólo porque no era estúpido. No habían tantas palabras para mí. A veces los náufragos, o bien la idea del naufragio, lograba calmarme, con sus despojos marinos que acometían, entre cochayuyos y bolsas de plástico, a los cangrejos invisibles que salían a pescar ballenas para venderlas a las empresas corporadas. Todas estas ideas me recorren, me despiertan, me perturban. Son tantas palabras, ninguna llena de sentido.
Iba todo en un gemido, en uno sólo. El ruido sordo y sin dolor de la carne y el metal, el olor tibio y bendito de la tranquilidad que nunca habría de alcanzar entre los continuos letargos de la conciencia. Era sólo una pequeña profanación, una pequeña fisura. No habían palabras, tampoco, para coser sin desengaño los retazos de piel rasgada con las navajas recién compradas en el supermercado.
Pensé que iba ser un alivio sentir escurrir por mis piernas, como en la más torpe de mis infancias, el líquido suave, maternal incluso, que calmaría mis ansias de algo que todavía no llegaba a comprender completamente. Sólo cuando noté que podía ser feliz, me di cuenta de que había olvidado alimentar a los canarios, y que, tal vez, era eso lo que debía haber echo por el resto de mi vida.

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