domingo, 21 de septiembre de 2008

"Sesión Freudulenta" por Salvatore Cippico

Todo comenzó cuando me dijo “¿por qué te casaste conmigo?”. Me miró con profundidad, como esperando que le respondiera desde mi interior. Miré al suelo. Luego lo quise mirar, pero ya no estaba. Me senté en un espacio libre entre todo lo que había en aquel extraño lugar en el que de pronto estábamos, y una imagen empezó a rodar delante de mí: era yo acariciándole su pierna por debajo de la mesa, respondiéndole así a su pregunta. Fui feliz viendo esa imagen, pues me di cuenta, en ese lugar triste, que en algún momento de mi vida tuve momentos de felicidad. Me empecé a lamentar. Lloré mucho, lo recuerdo. Lloré los recuerdos también. Después de esta imagen, miré para mi lado y observé que estaba sentado conmigo contemplando esos recuerdos. “Me casé contigo porque…”, pero me calló, poniendo su dedo en mi boca. Su mirada estaba algo perdida, y no precisamente en mí, sino en todo nuestro alrededor. Comprendí entonces que no estaba mirando lo bella que soy o fui, sino que observaba el lugar para encontrar la respuesta a esta pregunta. De pronto se puso de pie, mientras yo no dejaba de contemplarlo, y corrió a un lugar que no alcancé a percibir, pues en ese momento el sitio estaba a oscuras. ¿Qué respuesta pudo encontrar en un territorio en el que no se veía nada? No me lo pregunté en aquel momento, y ahora recién comprendo que no se podía hallar absolutamente nada en ese lugar. No en ese instante. Si me hubiera dado cuenta allí, lo hubiera cogido y retenido para que no fuera, pero ya no lo podía hacer. Otra vez estaba sola. Pero en algún minuto volvió a estar claro el lugar. Vi todo lo que uno puede ver en un momento tan claro, pero también lo nada que se ve en otro oscuro, por lo que no puedo dar fe de si es que todo lo que distinguí es real o no. Delante mío estaba, de nuevo, este hombre al que siempre amé o creí amar, acercándoseme. Pero también estaba detrás de mí aquel poeta que me escribió los más lindos poemas y nunca amé. No sabía a quién tenía que recibir. Nuevamente todo se oscureció. Creo que cayó un trueno en aquel momento. Volvió la luz. Miré hacia adelante, y él seguía preguntándome el por qué, aunque alejándose de donde yo estaba. Miré hacia atrás y ese poeta, en cambio, estaba casi al lado mío. Quise tocarlo y refugiarme en sus brazos, en esas palabras hermosas con las que describía lo que sentía por mí, pero aquella pared transparente que dicen que coloqué entre los dos me lo impedía. Me sentía tan patética y tan esquizofrénica a la vez. Hasta que me cansé y empecé a cerrar los ojos. Me recosté en aquel lugar donde estaba sentada y que yo no sabía cuál era, pues la noche volvió. Pero lo extraño es que cuando me estaba durmiendo, al cerrar los ojos, vi todo claro. Estaba a pasos del río ese que ya saben, pero también estaba a pasos de un jardín hermoso del que todos hablan. Contemplé en aquel gran huerto en donde dicen que está todo lo bello que puede existir a mi amado, y parecía ya no preguntarme nada. Me incitaba a que fuera hacia él. Esta vez no estaba solo, había más gente detrás suyo, gente famosa y respetada que eran sus amigos y sus pacientes. Esperaban que me reuniera con ellos. Quise mover mis piernas hasta allá, pero antes necesité mirar hacia aquel río. Muchos olvidados eran subidos a una barca. No miraban para atrás. Hice un esfuerzo por ver mejor, y entonces observé que a lo lejos, al final del río, había un territorio oscuro extraño. Entre todos los que allí iban, estaba uno que por detrás era igual a mi poeta. En ese entonces quise correr a buscarlo, pero recordé la pared que dicen coloqué entre los dos (y que yo no recuerdo haber colocado), por lo que sentí que sería perder mi tiempo ir si no podría tocarlo. Pero decidí hacerlo igual. Corrí desnuda, como estuve todo el rato, hacia él. De pronto el barquero me obligaba a beber de las aguas del río para subir a la barca. Me negué rotundamente. Subí aun así y logré alcanzar a aquel tipo que tenía la misma figura que mi poeta: ya no había ninguna pared. Entonces se detuvo. Lo volteé, y era él, tal como siempre lo fue. También estaba desnudo. Sus ojos parecieron brillar al verme. “Pensé que no te acordabas de nada, como los demás que no recuerdan nada al beber de las aguas de este río”, dije. Habló en una lengua extraña. Se oyó la voz de mi amado, que parece saberlo todo o mucho, diciéndome “Quiere decir que no te conoce”. Entonces quise mirarlo nuevamente, pero el barquero me botó de su barca. Caí al río. Pedí auxilio. Solo escuché a ese hombre con el que compartí gran parte de mi vida decir “resiste”. El agua entraba por mi boca. Empezó a apoderarse de mí una gran desesperación. Recuerdo que, luego, vi a mi marido nadar hacia mí, repitiéndome la pregunta de por qué me casé con él, y del otro lado vi al poeta, que no decía nada, llegar antes a mi lado. Es extraño que viniera él, pues ni siquiera me reconoció momentos antes. Pero allí supe que un poeta nunca olvida. Creo que justo le iba a decir que me llevara con él, cuando mi esposo me dijo que le contestara su maldita pregunta. Lo último que recuerdo es que me aferré más a mi poeta, ya que me estaba ahogando.
-Pero entonces mientras se ahogaba usted también bebió del río y olvidó el resto?, me dijo él.
-No, le contesté, tenía tanta sed al momento de despertar, que cuando anoté el sueño ya no recordaba lo que le respondí, Mister Sigmund Fraude.

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