domingo, 21 de septiembre de 2008

"La espera" por Judy Jetson

En la pieza lo único que había era olor a ceniza. Yo no sé por qué ella insistía en ponerse a quemar las cartas y fotos viejas dentro de la casa, cuando en el patio había hace tiempo un manchón de tierra donde podía echar cuantas cosas quisiera para ponerlas a arder, pero a la única que le molestaba el olor era a mí, y eso en ninguna parte era suficiente como para corregir una conducta. En la pieza también había como un susurro de cantantes de boleros, boleros iguales de viejos que las fotos. Dónde anda mi papá, le pregunté a ella, y no quiso contestarme nada, aunque quizás fuera que no supo qué contestar. Yo tenía la idea de que mi papá andaba en el campo cazando conejos para que comiéramos algo distinto en la cena de navidad, y ella no quiso asegurarlo, aunque tampoco se molestó en corregirme.
Esos días almorzamos siempre arroz y a la noche recalentábamos una sopa que había quedado desde el día en que mi papá partió, y en las tardes yo me entretuve sacándole brillo a unas escopetas y a los adornitos de la mesa de centro. Martita, le dije, ¿se va a demorar mucho en volver mi papá?, y ella tiene que haber murmurado algo sobre lo tonta que yo era o cualquier cosa de esas mientras le pegaba fuego a un papel cuidadosamente doblado. Yo las cartas nunca las leí, pero una vez me quedé escuchando detrás de la puerta y mi papá hablaba con ella de un tal Antonio, y ella contestaba cosas entre soplos y quejidos de mujer que llora, y él se callaba y entraba a donde estaba yo tan rápido que apenas tenía tiempo de meterme debajo de una mesa a esperar que se fuera para poder salir. Pero para ese entonces ella todavía no había empezado a quemar cosas, que ocurrió al tercer día después de que mi papá saliera a buscar los conejos al campo. Estábamos tomando té y en la radio terminaba de sonar una canción de Gardel y entonces me dijo: búscame una caja con flores que hay ahí abajo, que tengo que hacer. Yo se la encontré y apenas estiré la mano para entregársela me mandó a acostarme, y por primera vez olvidó decirme que me cepillara los dientes aunque yo lo hice de todos modos, y cuando estaba quedándome dormida la escuchaba cantar boleros desde la pieza del lado. Al otro día ya estaba instalado el olor a ceniza y no quiso dejarme recoger la pilita que quedó de las cosas que estuvo quemando: ella misma las tomó y las echó a la basura con cuidado, como si no fueran nada más que un montón de mugre.
Cuando salió a ver si podía comprar un par de huevos yo agarré la cajita de abajo de la mesa de luz y encontré adentro montones y montones de postales coloreadas. Había una con el dibujo de una muchacha muy linda, toda ella sin colores entre un montón de flores azules y verdes. Por el otro lado había una fecha de unos diez años antes, y un mensaje escrito en delicada caligrafía. Los primeros versos hablaban de vidas risueñas y amables corazones, pero no alcancé a leer lo demás, pues justo entonces se abrió la puerta y en el umbral estaba ella mirándome como avergonzada y espantada conmigo. Yo traté de decir algo pero antes de terminar la primera palabra me había cruzado la cara de un manotazo, y luego guardó precipitadamente todas las cosas de vuelta en la caja y me arrastró hasta la pieza del lado. Estuve encerrada hasta bien entrada la noche, cuando volvió mi papá y lo recibió ella con grandes alaridos. Yo me quedé dormida escuchando la mezcla de gritos y boleros matizados por los silbidos de mi papá en la cocina.
Al día siguiente comimos conejo de almuerzo y luego mi papá me hizo limpiar el patio en el vestido blanco que iba a usar esa noche. En el manchón de tierra había un montón de fotos y cartas a medio quemar, que recogí bajo la atenta mirada de ella, escondida detrás de las cortinas blancas del pequeño salón. Cuando terminé estaba completamente sucia y, así mismo, mi papá me agarró de la mano y me llevó de vuelta hasta la casa de mi mamá. Él dijo algo sobre cuán desordenada yo era y mi mamá miró con horror el estado del vestido antes de recibirme sin mirar a mi papá siquiera media vez. Apenas se fue me mandaron a cambiarme el vestido por alguna otra cosa. En uno de mis cajones encontré otro vestido de color claro que sería adecuado para la cena. Escondida dentro de él encontré una postal coloreada vieja con el dibujo de una pareja escogiendo flores. Por el reverso no tenía nada escrito. Me cambié de ropa y escondí la postal en el cajón de mis zapatos. Cuando volví a la cocina, mi mamá estaba terminando de decorar un plato de ensaladas y me dijo que hacía demasiado calor para comer carne en la cena. Yo me alegré de no tener que volver a comer conejo hasta que volviera a cenar con papá, pero desde entonces las visitas a su casa se han vuelto extremadamente escasas.

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